Muchas veces es el propio poeta quien la construye, ladrillo a ladrillo, con sus dudas, sus correcciones y sus miedos.
Hoy me propongo recorrer con ustedes dos ejes fundamentales:
1. La hipercorrección como forma de censura: cómo el afán de perfección puede convertirse en enemigo de la poesía.
2. El ego del autor frente a la obra: cómo el protagonismo del escritor, cuando eclipsa el texto, transforma la poesía en simple ornamento.
Mi intención no es dar respuestas definitivas, sino abrir un espacio de reflexión sobre lo que significa escribir poesía hoy, en un mundo saturado de imágenes, palabras y voces.
Todos los que alguna vez hemos escrito poesía sabemos que el momento de inspiración es casi un rapto. Las palabras llegan sin pedir permiso, se imponen con urgencia, y uno siente que debe escribir de inmediato para no perderlas. Ese estado, tan cercano al éxtasis, es lo que da a la poesía su frescura, su vitalidad.
Pero luego, cuando el entusiasmo se disipa, llega la corrección. Y aquí empieza la tensión. Corregir no es, en sí mismo, un mal. Corregir una métrica o una falta ortográfica es parte del oficio. El problema surge cuando corregimos lo esencial: cuando tocamos el nervio sensible de lo que fue escrito en estado de inspiración. Allí la poesía se vuelve fría, matemática, un juego lógico donde se pierde el alma.
Paul Valéry lo expresó con su célebre frase: “Un poema nunca se termina, se abandona”. Ese “abandono” es una forma de reconocer que la poesía no se pule hasta la perfección, porque la perfección, en literatura, no existe. Lo que existe es la autenticidad del instante.
Otro problema de la corrección es que está condicionada por nuestros estados de ánimo. Lo que escribimos una mañana, con el corazón liviano, puede parecernos pueril al atardecer, cuando nos sentimos cansados o tristes. Pero la poesía no pertenece al poeta de la tarde, sino al poeta de la mañana. Cada poema es la cristalización de un instante emocional. Corregirlo desde otro estado es traicionar ese instante.
Walt Whitman hablaba de las “multitudes que habitan en nosotros”. Somos muchos yoes coexistiendo, y cada uno siente de manera distinta. Si dejamos que uno de esos yoes corrija lo que otro escribió, destruimos la huella de ese momento único.
Ahora bien, si la corrección amenaza la frescura de la poesía, el ego del autor amenaza su sentido mismo.
Piensen en las librerías. En la mayoría de los libros de poesía, el nombre del autor aparece más grande que el título de la obra. Parece que la poesía se ha convertido en excusa para exhibir un nombre propio. El poeta se presenta como protagonista y la poesía queda relegada a segundo plano.
En la antigüedad era distinto. La poesía era oral, anónima, colectiva. Nadie se preocupaba por firmarla, porque su fin no era el prestigio personal, sino transmitir belleza y memoria. La poesía circulaba de boca en boca, se adaptaba con cada narrador y, sin embargo, conservaba su esencia.
Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo con claridad: “Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía”. La poesía existe más allá de los individuos que la escriben. Es una fuerza universal que solo utiliza al poeta como vehículo. El verdadero mérito del autor es ser puente, no dueño.
Podemos recordar algunos ejemplos.
Emily Dickinson, que escribió miles de poemas y apenas publicó unos pocos envida, sin preocuparse por el reconocimiento. Hoy, su obra es una de las más influyentes de la literatura universal.
Homero, si es que existió como individuo, es más bien una figura colectiva que encarna una tradición. La Ilíada y la Odisea trascendieron no porque alguien firmara los versos, sino porque contenían la fuerza épica de un pueblo.
Incluso Shakespeare, nos advierte en Macbeth que la vida —y podríamos extenderlo a la poesía vacía— puede volverse “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”.
Estos ejemplos muestran que la poesía auténtica se sostiene sola, no necesita del ego del autor para justificarse.
Hoy el poeta enfrenta un doble desafío:
1.Rescatar la autenticidad de la poesía en un mundo que premia lo superficial, lo inmediato y lo espectacular.
2. Adaptarse a los nuevos formatos: redes sociales, plataformas digitales, audiolibros, performances. El riesgo es diluir la esencia de la poesía en el mar del consumo rápido.
Pero si logramos ese equilibrio entre tradición e innovación, la poesía puede seguir cumpliendo su función: inspirar, consolar, hacer reflexionar, despertar la sensibilidad.
Aquí me gustaría proponer un breve ejercicio, algo que suelo hacer cuando hablo de estos temas: Piensen en una palabra que hoy los haya acompañado, una palabra que se haya repetido en su mente sin que lo notaran. Puede ser cualquier palabra: “luz”, “silencio”, “camino”, “nostalgia”. Ahora imaginen que esa palabra es el inicio de un poema. ¿Se atreverían a corregirla de inmediato? ¿O dejarían que permanezca tal cual, con su carga fresca y genuina?
Este simple ejercicio nos muestra que la poesía comienza en lo cotidiano, y que el mayor riesgo no es escribir mal, sino censurar la voz interior.
Para ir cerrando, quisiera volver a la imagen central de esta conferencia: el poeta enjaulado. La jaula tiene dos barrotes: - Uno es la hipercorrección, que transforma la poesía en un objeto muerto. – El otro es el ego del autor, que la convierte en un instrumento de prestigio personal.
Solo si rompemos esos barrotes la poesía puede volar libre. La poesía es frágil, imperfecta, efímera. Pero en esa imperfección radica su belleza. Si confiamos en la autenticidad del instante y dejamos de lado la vanidad, nuestras palabras podrán resonar más allá de nosotros mismos.
Como eco universal, como verdad compartida, como chispa que ilumina en la oscuridad. Porque, al fin y al cabo, lo que importa no es que haya poetas… lo que importa es que haya poesía.
Muchas gracias.

Comentarios
Publicar un comentario